Adolfo Eraso |
Junto a Estella, al otro lado del rio Ega había una montaña de yeso. Era el dapiro de Estella. esa montaña constituyó durante mi infancia el principal lugar de mis juegos y fantasías. Allí había cristales de pirita, cuarzos rojos, teruelitas, aragonitos y mucho yeso.
También había pequeñas cavernas y un manantial salino. Hurgando en la biblioteca de casa hallé un pequeño atlas portugués de mineralogía, descubriendo con sorpresa que allí estaban todos mis minerales y aún había muchos más, cada uno con su nombre y su formulación química. Ese críptico lenguaje que combinaba letras y números me impactó. No comprendía nada y las numerosas preguntas que hice a aquellos señores, que ya no eran tan grandes, no me sirvieron para nada. Cuando a los 11 años me internaron en un colegio de Vitoria para continuar estudiando, me sentí muy infeliz al principio, pero pronto conecté con el profesor de ciencias, quien con gran cariño y paciencia me transmitió, incluso fuera de clase, mis primeros conocimientos de mineralogía y química. Al terminar el bachillerato fui a Madrid para estudiar Química en la Universidad Complutense. Transcurría el 2º curso de la carrera cuando muere repentinamente mi padre. Y a partir de ahí no había ya dinero en casa para que yo pudiera seguir estudiando, así que tuve que empezar a buscarme trabajitos de todo tipo para poder financiarme. Como siempre había tenido facilidad para la música entré en la Tuna y fue en ella, o mejor dicho, en la picaresca que ésta lleva asociada, donde encontré la solución para mi supervivencia. En esta época dura, crecí interiormente mucho. Fui consciente de que sabía lo que quería, de que siendo un vocacional, mi trayectoria a seguir estaba clara. Aprendí a utilizar la renuncia para seguir el que era mi camino, disfrutando al sentirme más libre después de haber elegido en cada encrucijada.
(Fuente)
Karmenca |
Hielo, agua y fuego
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